Faces y antifaces
(De temporalidades y destiempos)

Santa Fe, agosto de 2009
Buenos Aires, agosto de 2010

Destiempos

No le perdonaron el error. Con una vida de azucena, no le perdonaron. Fue en los tiempos de cacerías de brujas, en que empalaban monjas Ella no comulgaba todos los domingos, pero rezaba por la mañana y por la noche. Y miraba a Jesucristo en sumisión plena. Hasta que se enamoró del padre Claudio. Tan bueno, tan misericordioso. En el confesionario, se lo reveló. Y quién sabe qué oídos acusaron para que, al otro día, se la llevaran a una celda oscura. Hoy la sacaron. (Hace un año murió el padre Claudio).


Empezó sus estudios de antropología en la convicción que así conocería más al hombre. A medida que los cursos avanzaban, más se le oscurecía el camino. Y de pronto, de un día para otro, dejó de ver. Dejó de ver el mundo físico, pero se le aclaró el otro. Comenzó a distinguir con claridad, pese al doble desprendimiento de retina, que todos los hombres son iguales a un solo hombre. Y se repiten al infinito.


Eugenia María de Montijo de Guzmán, condesa de Teba, emperatriz de los franceses, hija segunda del conde Montijo, grande de España, casó en 1853 con Napoleón III. Fue prudente y sabia durante la regencia, por ausencia de su esposo. Ya anciana, repiensa su vida. Piensa en prisiones perpetuas, en la guerra de Crimea, en el imperio, en México, en la derrota de Sadowa, en la guerra a Prusia, en la destitución, en Chislehurst..Piensa en el hijo. Y en esa historia de Julio César que no sirvió para nada. Deja estar su cansancio. Todo ha pesado demasiado para un solo esqueleto.


Los escribas han terminado su tarea. Ahora, todo figura en la Historia y sólo hay que buscar a los protagonistas y hacerlos hablar. Pero cierto personaje se rehúye a que lo encasillen. Nostradamus se desconoce. El conde Drácula aduce que han trastocado los tiempos. Rasputín, el profeta de la casa rusa, niega todos los cargos. El mal no se subsume por el bien. Entonces, los escribas vuelven y, sin borrar nada, incorporan el beneficio de la duda. (Cagliostro sonríe)


En el reloj son las once la noche. En su reloj biológico, todavía no ha amanecido. Comprende y agradece: tiene doce horas más de vida.


Sueño maravilloso el de William Blake, que de artista y poeta, de místico y sacerdote, pudo construir su creíble universo. Lo conocí ya anciano hacia 1825, en la Londres de sus discípulos. ¿Discípulos? No he tenido uno solo. Ni siquiera seguidores. Me han robado, sí, muchas de mis ideas, de mis vínculos con el más allá, de mis altares de trascendentalismo. Lo miro. Me mira. ¡Y Usted, usted es uno de esos que intentaron crucificarme en vida! ¡William Blake hay uno solo! ¡Los otros, al infierno!

Crónicas

Demócrito vuelve después de estar cinco años en Egipto, al lado de los geómetras. Es uno más de sus largos viajes, que merecen las reprobaciones de Leucipo. Hipócrates de Cos no dice nada, porque lo admira. Y sabe que esos viajes tendrán pronto fin. Cuando Demócrito se arranca los ojos para meditar mejor, Leucipo se horroriza y arrepiente. Hipócrates, en silencio, comprende que ha ganado el optimismo de Demócrito sobre el pesimismo de Heráclito, que llora por todo.( La historia es piadosa y los absuelve por igual)


Es la hora en que las piedras vuelan y nadie sale de sus casas por temor. Un anciano se rebela. La lluvia de piedras lo cerca. Pero él, con rápidos golpes de karateca, las va cortando en el aire. Cuando todo es un manto de pedregullos, llama a las puertas para que comiencen a salir sin temor…Hasta mañana.


Fuimos al circo y la función me defraudó. No había leones, por aquello de la protectora de animales, y los perros malabaristas estaban llenos de sarna y se rascaban y las pelotas caían al piso. Unos chicos se metieron en la pista, tras los payasos, y les sacaron las narizotas. Todo salió mal, y para festejarlo fuimos a un festival de rock.. Allí me quitaron la pollera y las zapatillas y hasta me cortaron las trenzas con una cizalla. Al entrar a casa, mamá lanzó dos gritos. Es que los circos han cambiado mucho, la tranquilicé.


En las cuevas de Covadonga dicen las crónicas que está guardado un tesoro. Allí derrotó Pelayo al ejército moro de Alçama. Los duques de Montpensier, que por ahí anduvieron, también escucharon eso dos siglos después. Y hasta Carlos III se interesó por las versiones, aunque no envió súbditos. Alfonso I y el tal Pelayo están sepultados a la entrada, en la misma roca horadada, como guardianes. Los turistas que llegan a Oviedo y las visitan, nunca han hallado nada. Aunque hoy, al salir, nos revisaron bolsillos y mochilas y los datos personales de cada uno…Por las dudas.


La crónica del robo no sirvió ni para los diarios. Todo figuraba calculadamente mal. El insistió en que lo que más le dolía era la propia conciencia. Pero nadie lo tomó en cuenta. Entonces, buscó a su cómplice, le dijo que iba a confesar todo y fue derecho a la comisaría. Allí, su hijo mayor estaba declarando. Volvió a salir. Un año después, al retornar a casa, el hijo aclaró que las rejas no le dolieron.


Es en Pisa. Galileo Galilei pone su ojo en el telescopio, aunque certeramente no sabe lo que va a ver. Piensa que –a más del Cosmos- pueda ver más cerquita a la torre inclinada Pero como todavía no la han construido, se contenta en contemplar los anillos de Saturno.


Empezó por el final: como cuando uno quiere saber cómo termina la novela. Lógicamente olvidó que el personaje era él mismo, y al intentar tomar su pulso radial no halló latidos.

Musicalis

Cuando Haydn conoció al joven Beethoven, pensó que podía encauzar su talento. Las pullas de Mozart no le importaron. Y le dedicó tiempo Ya anciano y en la gloria, Haydn está sentado en uno de los bancos en la capilla de la corte de los príncipes de Esterhazy, sus protectores. Piensa que la vida es buena. Un órgano toca fragmentos de su Stabat Mater. Lo reconoce. La inmortalidad no existe. Sus años más felices fueron aquéllos de niño coreuta en San Esteban, en Viena. Alguien se sienta a su lado, le toma una mano y la besa. Es Beethoven.


Toca el laúd, después de haber pasado por las cuerdas de la mandolina, la bandurria y la cítara. Abraza la caja y pasa sus pulpejos por el nácar y las maderas taraceadas.de su superficie. Ama el laúd. Con él cantó a la vida y despidió al padrastro. Ama el laúd que cada día le da la paz de acceder al Paraíso. Ama el instrumento que, en un movimiento de la góndola, se desliza de sus brazos y cae a las profundidades de un canal veneciano.
(Es el mismo laúd que tocara Ginevra dei Benzi, mientras la pintaba Leonardo Da Vinci)


En clave bizantina, los músicos de smoking comienzan a tocar. Virtuosos. La platea silenciosa. La luz focalizada. La cámara sonora en grises plúmbeos. La rectora batuta por los aires. Y el teléfono celular que despunta junto a otro más allá y otro en la primera fila y en el fondo. La coralis vulgaris desconcierta al concertino, quien violin en mano azota el instrumento sobre el palco avant scene, donde el régisseur acaba de desmayarse.


Nunca aceptó lo de niño prodigio. Y menos, con el poder de su batuta frente a los cuarenta osos que debe dirigir, que lo miran con sorna. Hoy lo ha decidido: al subir el telón, les marcará tiempos equívocos para que la orquesta suene mal y la silbatina los baje a los cuarenta de su pedestal de cartón.


La música le entra por los ojos, en vez de los oídos. Y dicen, le diagnosticaron, que es una patología de competencia sensorial. No entiende: cuando va a los museos de arte, jamás escuchó cantar a las pinturas.


Ama Bach. Y sus fugas lo enternecen de tal manera que últimamente –para no ceder a los imprevistos estímulos esfinterianos- lo escucha con pañalín.

De contrastes claroscuristas

Tiziano ha olvidado los años que tiene encima de sus hombros. Pinta y repinta un nuevo retrato de gentilhombre. Las sombras del lienzo se conjugan con las de las cataratas de sus ojos. Mira hacia el gran ventanal. El emplomado de los vidrios desdibuja la luz. De pronto, el de la tela se levanta de su trono y le tiende una mano. Tiziano, con naturalidad, deja la paleta y se la estrecha.


En el atardecer las sombras crecen. Son fantásticas por su tamaño y no logra individualizar una pequeña, revoltosa, casi irreverente. Tiene forma de ardilla. La toma entre sus manos y se deshace. Seguramente se la ha enviado Merlin, que no cede en hacerle pullas desde que le ganó en una chanza literaria…


Negro de humo para los fondos tenebristas. Y una vela encendida que focalice el rostro de la doncella. Es ahí donde Vermeer no logra controlar los vínculos. La vela titila. La doncella gira la mirada aunque él trate de contenerla. Los fondos se encienden y pierden su gravidez. Justo, justo cuando la llama toma el cortinado de la derecha, que Vermeer acaba de terminar, e incendia el caballete.


Es a la hora del Ángelus en que suceden esas cosas. Alguien entra a la casa y va directo al dormitorio y busca su caja de pañuelos. La abre y deja uno fuera. Después oye la puerta nuevamente. Jamás ha visto a nadie. Pero hoy también oyó sollozos.

Los miedos

María Eugenia los siente agazapados, prontos a saltar. Son los miedos que la rodean, la tironean, le hacen muecas. Los miedos que ha vivido desde siempre. Ya ha recurrido a médicos y manosantas. Todos le dicen lo mismo: rece mucho. ¿Por qué rezar? ¿Acaso es el demonio quien me persigue? María Eugenia siente que sólo el fuego acabará con esos miedos. El mismo fuego de Juana de Arco. Y viaja a Rouan, a preguntarle cómo se hace.


Se casa con miedo. Es un matrimonio que quizá podría funcionar, pero no funciona. Ella es hipocondríaca y todo lo ve al revés. El es esquizofrénico, y si bien potente amador, su cerebro está partido en varios hemisferios más. Quien primero se interna es ella. El la sigue a la clínica. El psiquiatra le quita el miedo y se adueña de algo más. Una enfermera se ajusta a las propiedades amatorias de él. Obviamente, salen curados.


Tengo miedo de cerrar la puerta y que esta noche no entre nadie. Las noches de insomnio son interminables. Hasta hablar con un amigo de lo ajeno me corta la angustia.


Cuando terminó de escribir el libro sobre el miedo, tanto psicólogos como ensayistas lo felicitaron. Realmente, un texto esclarecedor. Hoy supone que en las librerías alguien lo comprará para aventar las propias dudas. Pero tiene miedo que no le sirva para nada.

Abismos

Sorteó todos los abismos con habilidad. Algunos lo ven como un duende. Otros, simplemente como un saltimbanqui. Pero no es ni lo uno ni lo otro. Mutante sin nombre, sólo un juguete a cuerda.


Profundo el abismo de tu mirada. En ella me hundo con la pasividad amorosa más intensa. Dentro de tus ojos he hallado todas las polifonías imaginables. (Ninguna me estaba destinada…)


Entre el Aconcagua y la cima más alta del Himalaya, no duda. No son las alturas las que lo convocan. Es en los abismos donde desea introducirse, caer, alcanzar la mayor profundidad. Incapaz de resolver las cosas, hoy asume para sí la pobreza de un pozo ciego…


Un frío intenso lo despierta. Le han robado la casa.


Al escapar, entra a una gruta oscura. Sin salida. Se acuesta sobre la piedra, exhausto. Ya no importa nada. Oye que afuera tiembla el rocío. Su corazón golpea sin ritmo. Entonces, la mirada del cíclope lo tranquiliza.


Es en un abismo de soledad que se conocieron. Ambas entraron al mismo cine y se sentaron en butacas vecinas. Miradas Salieron juntas, sin una sola palabra. Una salió para la derecha. La otra, cruzó la calle.

Demonios luciferinos

Se le ha metido un demonio en la cama. No lo ve, pero desde hace varias noches le hace cosquillas en las plantas de los pies. Al principio reía, pero ahora el juego la disgusta y –aunque no puede tocarlo- sabe que está ahí y en cualquier momento interrumpirá su sueño. Hoy toma la cuchilla más filosa y ante los primeros contactos, se incorpora y de dos certeros cortes los elimina. Sin un grito.


Fue un demonio, sin duda, quien hizo y deshizo la relación. Los amantes, felices, arman su casamiento, el viaje de bodas, la fiesta, la vivienda propia. Todo está perfecto hasta que emerge la ceremonia religiosa. Ven al cura, se firman actas, se otorga fecha. Pero él quiere Gounod, para la entrada. Ella sólo acepta Schubert. Discuten una y mil veces. Cada uno fundamenta. La ira final, demoníaca, rompe todo contrato.


Diablillos, ángeles malos, se cruzan mientras está estudiando en la facultad. No la dejan tranquila. Le suben la pollera. Le hacen mirar por el rabillo del ojo a los muchachos de enfrente. Le abren una sonrisa maliciosa a sus labios. Y su lengua hace cosas impropias. Finalmente, no aparece más por la biblioteca. Consiguió novio.

Gastronomía francesa

Pierre tiene estómago de pobre: todo le cae bien. Pierre es cocinero de L´Amitié, donde lo que se sirve es casero. Pierre no tiene familia, y a los sesenta, su familia son los ayudantes, los mozos, el patrón. En ese orden. Pierre desconoce su destino y no se sorprende cuando un día entra el príncipe de Luxemburgo al bistró y lo contrata para el castillo. Ahí conoce otra gastronomía, se siente solo en el mundo y no come más.


Aquello de la salmonelosis en Francia, fue más allá de la caída política del rey de las omelettes. Las gallinas, inocentes, volvieron a poner huevos sanos y todo pareció tornar a la concordia. Pero hubo un punto que resultó irreversible. Los franceses perdieron el sentido del gusto por las yemas batidas con hierbas, inventaron otras recetas sin huevos y mutó el poder del gourmet. Indignadas, las ponedoras marcharon a la tour Eiffel.


Simone (que tiene una tía argentina que vive en San Clemente del Tuyú), se anima y pone un restaurant criollo a dos cuadras de Place Vendôme. Consigue un buen parrillero y faroles a kerosene en la puerta. Una prima le da unos cueros vacunos para ambientar. Y Luis, el guitarrista, que anima. Las cosas no van mal. Pero tampoco bien. A los tres meses debe volver al bistró: sus ojos no resisten el humo de la leña.


Lucienne fue por años la cocinera de Balzac. Si algo estimulaba al gran escritor para alcanzar altas horas de la noche con tintero y cálamo, eso era la gastronomía. Y Lucienne se esforzaba por condimentar cada vez con más arte sus pescados y carnes rojas. Sin saberlo, lo llevaba al Olimpo. Una noche le preguntó –al servirle un enorme plato de habas- si alguna vez había escrito sobre la gula. El la miró con un resentimiento incontenible y al otro día Lucienne debió buscar nuevo trabajo.


Soy aquél maitre a quien Colette le tiró la tortilla de huevos sobre la bragueta. ¡Cuántas veces he reído por esa anécdota! Sí: para mí fue una anécdota, aunque ella dramatizara la escena. A mí, en verdad, no me interesaba nada esa mujer gorda, desfachatada, en caída libre. Cuando guiñé el ojo –lo recuerdo bien- fue para Cocó, la ayudante de cocina que me espiaba por el resquicio de la puerta… (Cocó, la poeta frustrada).


El bistró es pequeño. Y sucio. Dos de las mesas están frente a la entrada de los baños. Pero Charlotte tiene éxito con sus comidas. Y nadie devuelve un cuchillo mal lavado ni un vaso con rouge. Se sientan a sus mesas jornaleros y estudiantes. Y matrimonios muy pintados. Charlotte afirma que su abuela es el ángel que la protege. La abuela bretona que lavaba copas y casó con el patrón.

Trueques

Cambio mi muerte por la tuya. Tu muerte es sin honores. La mía es con dolores. Tu muerte es inocente. Mi muerte es culpable y no preguntes de qué. En la tuya caben todas las memorias. En la mía, sólo abismos. Cambio tu muerte por la mía: tú que eres mi víctima. Yo que soy tu victimario.


El hecho no es cambiar figuritas. Todos padecimos el holocausto por igual. Todos quedamos marcados, y no precisamente por la historia. Pienso en tía Rebeca, que se salvó y al no poder resistir el horror de los recuerdos, se suicidó al año. Al año de morir su hija Irina. Que se fue de este mundo justo un año después que muriera papá. Papá estaba secretamente del otro lado, con ellos. Ellos, los que cruzaron la frontera y crucificaron millones de almas. (Sólo la mía quedó atada a la nube de la ilusión de olvidar. Y no tiene trueque).


No hay trueque para esa tristeza. Si la conviertes en flor, aún flor marchita, la acepto. Pero así, deshojada y sin tono, no me sirve. No es tristeza ni para humillados. ¿Cómo quieres usarla? ¿Cómo quieres que te sirva? Sólo te darán monedas por ella, y aún así, ni esos céntimos te bastarán para darle credibilidad de auténtica tristeza.


Varias veces mi padre cambió de profesión. Y lo peor; en cada una, en cada nuevo oficio, nos convocaba. Aprendimos de todo y nada bien. Hasta que un día nos rebelamos: pondríamos una tintorería y se terminaba todo otro acuerdo societario. Para él fue un crack. Solo se sentía perdido. Al año llegó a nuestro negocio entusiasmado: había abierto una fábrica de anilinas y ofrecía sumarse a nosotros…


No se cambian los silencios, Eduwiges. Sé por qué callas siempre. Tú no sabes, sin embargo, por qué callo yo. Pasarán los años y no estaremos ninguna de las dos en este mundo y ese silencio de cada una será nuestra lápida. Hermanas, nos unió la distancia.


Trueque de ideas. No, de inventivas. Trueque de oficios. No, de costumbres. Trueque de fortunas. No, de destinos. Trueque de infelicidades. Acepto.

Escrúpulos

Al terminar de morir, quedó con un escrúpulo: no se había despedido de la hija menor. Pidió como única licencia poder darle un beso. En el momento, la niña sintió que una babosa le rozaba la mejilla…


No por pura superstición dejó de ir al cementerio. Las dos últimas veces, sintió que lo tironeaban del pantalón. Y cuando se le cayó el sombrero al piso, sin ninguna duda comprobó que el aire lo pisoteaba una y otra vez…


Prudencia Giménez va a misa todos los días. A la de siete, para probar su conciencia de buena católica que se sacrifica. ¿Sacrificio de qué? De madrugar y salir sin tomar un solo mate. Al volver, Prudencia se desviste, se vuelve a poner el camisón, se persigna, y duerme hasta después del mediodía, en que la despiertan los jilgueros. Entonces, le plancha la sotana.


Hay escrúpulos inocentes. Ella es una que ejerce esa virtud (de alguna manera hay que llamarla). Limpiar el corazón, lavándose el rostro. Cada media hora se persigna y se lava con jabón de potasa y agua clara. Las recetas del dermatólogo han chocado una y otra vez. El médico se desespera ante el fracaso. (Ella calla su secreto de inventar a Dios).


Como una Eva rediviva, ella tiene escrúpulos ante el sexo. El sexo de a dos, rostro a rostro. En cambio, cuando se reúnen varios, todos iguales en su desnudez, comprende que la vida la invita a gozar. Y se desata de escrúpulos. Y es la propia encarnación de Eros.


No tuvo escrúpulos en confesar que lo había matado por venganza. Él le quitó la alegría, y desde las nupcias, su escepticismo construyó castillos de lava caliente. Todos los días.

De latitudes

Llega a Erice y se deslumbra con el silencio que impera. ¿Las casas están vacías? ¿El viento no llega a las colinas? ¿Los pájaros emigraron? Una anciana, de negro, sube por las carcomidas piedras de la escalinata. Se acerca y le pregunta dónde están todos. La mujer gira su cabeza y le mira con ojos sin cuencas.


En Spoletto, Umbria, han cerrado el único cine. Está bien que así se haya hecho: nadie iba. Pero hay un fantasma cinéfilo que se rebela. No porque esté aburrido (todas las noches sale a hacer sus trapisondas), sino porque el amor por Greta Garbo y Loretta Young ahora se le torna inalcanzable. Jamás iría hasta Roma para reencontrarse con ellas. Es el fantasma de Spoletto, únicamente. A los meses, en el delirio, clama por Greta Young y Loretta Garbo…


A la vuelta de su casa está la fábrica de camiones. Semanalmente salen cientos hacia el mundo. Son camiones de alto porte, de veinticuatro ruedas, dieciséis toneladas de carga. En cada uno, en silencio, va su esperanza. Viajar por caminos desconocidos, trepar montañas, alcanzar ciudades lejanas. Semanalmente, cientos de esperanzas que él trata de timbrar con una estampilla y que –a veces- van envueltas en el celofán de una ilusión sin idiomas.


Elige Anacapri para vivir. Como fuera de la casa de Axel Munthe no hay viviendas arrendables, coloca una carpa sobre el precipicio que da al mar. Todas las noches se duerme con el romper de las olas. Todas las mañanas lo despierta el chillar de las gaviotas. Durante el día, desfilan los turistas. Por la noche, los dioses. Cuando lo conchaban como guía de la casa, se rompe el hechizo.


Todos los días sube las escalinatas de la catedral de Monreale y le reza a los santos. Altar por altar. El rito dura exactamente una hora y cuarenta y siete minutos. Al salir, se sienta en un banco de la piazza y piensa en el hijo. ¿Dónde estará? ¿Quién lavará su ropa? ¿Tendrá una almohada para el cansancio? Después, lentamente, toma el camino de regreso. Salvatore, el almacenero, la saluda y pregunta: ¿Supo algo de Fabrizio? Ella le contesta con la mirada, como todos los días de los últimos siete años. ..


Volvimos de Temuco con las bocas secas. No es una metáfora: el calor nos cocinó por dentro y por fuera. Al cruzar la cordillera, la poca nieve fue algo así como un remanso. Clarisa, la más pequeña, quiso hacer un muñeco. Sus dedos no coincidían en el modelado.
De pronto, se despeñó una roca y la llevó violentamente por la ladera. Abajo, exánime, una muñeca de nieve…


En Sauce Viejo no hay cementerio. A algunos cuerpos se los entierra en el fondo de las casas. De otros, las almas vagan. El comisario cree que esto no está bien, ya que a veces las cosas se le complican. Ayer, no más, la viuda de Heriberto González, que mucho no lloró al finado, fue encontrada en lecho de amor con el Eulogio, desnuditos los dos y muy sangrados. Ambos dijeron –casi sin habla- que la cuchilla que usaba Heriberto para la curtiembre de ovejas, se movía sola en el aire…


En el pueblo de Vigone, en Piemonte, algunas tradiciones siguen vigentes. La de la crucifixión de Cristo, por ejemplo, enluta los corazones en cada Semana Santa. A ella, año tras año, la eligen como la Magdalena. Le duele profundamente ser una mujer de la vida. En su casa la consuelan. No puede aceptar que, en siete años, el rol no haya cambiado. Hoy, en silencio, parte para Alessandria. Allí le han prometido que será María.


De Cádiz volvimos bastante decepcionados. El Guadalquivir es un río venido a menos. Las aguas minerales son turbias. Todas las sinagogas han cerrado sus puertas. De los fenicios, nada. Y a Hércules sólo lo vimos en el escudo.

De amores

Corina de Tanagro, la gran poetisa griega, está mirando la ventana sin mirar. El paisaje no existe. Hay un hueco tan hondo, como el que tiene en su corazón en este instante: es la quinta vez que Píndaro la vence en un certamen. La quinta vez que a los ojos del mundo queda como inferior. La quinta vez que se deja vencer para que él, su amado inconfeso, no quede con sus odas triunfales y sus cantos detrás de Esquilo y enloquezca.


Estamos solos y hay luna alta. Le tomo la mano derecha. La suelto y tomo la izquierda. La suelto también, porque está transpirada. Ajusto su cintura con mi mano. Tiene corsé. Paso mis dedos por sus muslos. Una nube ciega a la luna. Salgo corriendo del jardín.


El testamento es largo y, por ahí, críptico en sus conceptos. Habla de una vecina a la que amó en silencio, a través del muro divisorio de sus casas. Habla de otra musa, que le inspiró sus versos de adolescente. Habla de la hermana de una novia que tuvo durante el servicio militar. Y de una mujer mucho mayor, con la que cree pudo haber engendrado un hijo. El notario reserva el párrafo último y lee con asombro: lego todo mi patrimonio a las trece gatas que crié en estos años.


Después que él enseñó Elocuencia a Plinio el Joven –entre tantos discípulos- comencé a odiarlo desde lo más hondo de mis entrañas. Tanta oratoria, tanta capacidad para decir, para arengar, tantos honores concentrados, ¿para qué? Quintiliano, en el fondo, no sabe hablar. Dice sólo lo que cree saber. Pero para mí (y en esto no hay rencor) mi Marco Fabio es un hombre que no domina el latín. ¡Jamás, jamás me declaró su amor!


A Lucrecia le inquieta que su amado sólo haya copulado con ella el día en que su esposo marchó a la guerra. A él le preocupa que ella no le confiara nada del guerrero ausente; de ahí, el adulterio carece de incentivo.


Cuentan las escrituras medievales que el amor se cantaba, se danzaba y aún servía para que la mesa estuviera bien surtida y limpia. Eduwiges no quiere saber nada de ese amor y sólo piensa en encontrar otra doncella que la satisfaga en cantos, danzas y, sobre todo, en ser una buena cocinera.


Se enamoraron sin querer. Tal vez por sintonía. La carpa del circo selló esa relación que nadie pensó que duraría: el gigante acromegálico, con la enana acondroplásica.


Cuando Dios le enseñó a volar pensó en los dioses alados. Nunca imaginó que se enamoraría del primer reptante con cabeza de Adonis que se le atravesó.


Rosa Troncoso es mujer de amores. No tuvo suerte con los maridos. Las malas lenguas dicen que les exige mucho, pero ella siempre tan delgada la pobre. Como sacarles, no les sacó nada a ninguno de los cuatro. Lo que sí, a la semana de llevarlos al camposanto pone el aviso. Viuda joven…

Sensaciones

Cuando le robaron la casa mientras dormía, tuvo algo más que frío. La sensación imprecisable de una visita esperada, a la que debía aceptar sin resistencia y a quien, en definitiva, sólo cabía pedirle unas medias de lana para no resfriarse.


No es una fobia la que sufre Rosalía. Más bien, una sensación de transparencia muy rara. Siente como que todos sus órganos están a la vista y los intestinos, el estómago y el hígado muestran sus volúmenes y peristaltismos. Esa sensación se le acentúa cuando sale a la calle y la miran fijo. Entonces, abre su tapado con rabia, y deja al aire todo su cuerpo, desnudo en la más patética desnudez.


Tengo la sensación que no me escuchan. Mi voz articula bien, pero no me escuchan. He ido a psicólogos y a foniatras. Todos me tranquilizan. Usted habla bien, quédese tranquila. Lo único: hable un poco menos y si puede más lento. Su catarata verbal, sólo llega en las primeras palabras y el resto quedan atrapadas en sus labios y hacen interferencias unas con otras. Al concluir la última consulta, María se corta la lengua.


Es una sensación de vacío que le quita el habla. Tampoco oye nada. Y las piernas se paralizan. Siente como que el corazón se ha detenido. Y no quiere abrir los ojos por no ratificar lo que piensa.

Calendarios

En el último día del año programó una excusión a la estratósfera. Bautizó la nave como Nautilus y esperó a que los motores rugieran. Algo sucedió entonces. Uno de los pilotos recibió un pan dulce y comenzó a comer desaforadamente. Otro ayudante desconectó el celular, pero lo vinieron a saludar sus trillizas. El copiloto principal empezó a sollozar, por lo de las fiestas. Y él comprendió –sin razonar mucho- que sin Papá Noel el Nautilus no despegaría de la plataforma. Y rápidamente se disfrazó.


La hoja del calendario dice 13 de junio. La fecha en que, por saludar a María Callas cayó a las aguas de un canal veneciano. La fecha en que se quebró el tobillo, al subir las escalinatas del pueblo de Ortigia, en Sicilia. El día en que sepultaron a su padre y le sobrevino el desprendimiento de retina. Y día en que, el pasado año, cayó el avión en plena selva amazónica. La hija arranca despacio la hoja y escribe, cruzada sobre el número, la palabra Papá.


No tiene fecha esa muerte. Es una muerte de cualquierdía. No tiene fecha ni año, porque es una muerte desapercibida. La recibió como quien recibe un paquete cerrado. Sin abrirlo, comprendió que su esqueleto no le correspondía.


El día que lo aesinaron a John Lenon, yo había cerrado una reunión con Paul Mc Cartney. Distraído, olvidé mi grabador. Y ni tan siquiera llevé lápiz y papel. Cuando él, a través de la puerta, me dijo que estaba con una migraña feroz y cancelaba su agenda, me alegré en el fondo. Por la noche, la noticia como un puñal. Ahí, recién ahí, me di cuenta que la nota había sido mal dirigida.

Iluminaciones

Los arcángeles acaban de bajar y se sientan en el banco, al frente de su casa. Los mira tras los visillos. Están silenciosos, pero guardan su puerta. Vuelve a bajar el visillo. Dos de las figuras se levantan. Una pone dos dedos sobre los labios. La otra enciende sus pupilas de un extraño fulgor. Se mete en la cama y tapa su cabeza con la almohada. Al amanecer, sale. Al pie del banco hay varios azahares de rocío.


Una oveja se mueve en el pesebre. Dejó de comer pasto y avanza El Niño Dios la mira de rabillo, mientras su Madre canta. La oveja no se detiene. Un arcángel, atento, baja del techo y la inmoviliza en lana de papier maché.


Quizá está en trance mediúmnico, pero lo cierto es que aparecen dos de esos fantasmas chinos, tan acreditados. No los entiende porque –evidentemente- se expresan en otra lengua. Pero le hacen gestos con las manos. Gestos frenéticos. En un recodo, grandes llamaradas derrumban el techo sobre su cabeza. Justo cuando los fantasmas chinos desaparecen, dejando dos kimonos de aire. Rojos como el fuego.


Descree de los espíritus malignos. Y de los otros. En cambio, busca las ánimas sueltas y las convoca en reunión de amigos. Son los espíritus de los seres queridos. Sólo de ellos. Bien se cuida que se le crucen los otros, aquéllos que alguna vez maldijeron su buen pasar de usurera.

Se trata de cofradías

Se reúnen todas las tardes a fumar habanos, leer el último diario y comentar algo de la Corona. Nada los perturba. Nada inmuta su distinción y su natural condición de caballeros. Todo lo piden por favor y no ordenan sino lo que esté dentro del horario de las convenciones. Hoy, lord Winter entra airado al salón y pide por lord Haptington. El hombre se levanta y pregunta quién lo reclama. El otro lo abofetea tres veces y le manifiesta: Soy el amante de su mujer, y Ud. me repugna.


Una vez por mes los maestros chocolateros se reúnen en Estrasburgo, frente al edificio del Ayuntamiento. Vienen de todas las regiones, no para hablar de recetas. Hablan de las ventas, claro, sin arriesgar el proponer la degustación en determinada fábrica. Cada uno en su secreto. Lo que ocurre es que los números son falsos: a nadie les bajan las ventas. Cierto día resuelven reunirse una vez al año, lejos de Europa. ¡Todo el cacao viene ahora de América!


El templo masón se cierra, con todos los muebles dentro. No queda ni el guardián de años. Antes fue una sinagoga. A poco, una gran pala mecánica arranca los cimientos y en semanas la comunidad budú se reúne dentro de una enorme caja prefabricada… (Dios está en todas partes).


Los que se reúnen en la sociedad Vrill tienen un carácter común. A más de ser alemanes y belgas, creen que la primera criatura engendrada fue aria. Su certeza no admite discusión alguna. Ludmila, la sierva, los mira con lástima: su sangre judía le dice que la verdad es otra, por más sociedades secretas que engendren a una criatura como el Führer.


El martes llegó el Führer a la sociedad secreta, con dos oficiales. La saludó con fría cortesía y Ludmila le sonrió. En las sillas estaban sentados siete maniquíes de trapo, como para hacer número. El miró en círculo y salió rápido. Ludmila los volvió a guardar.


En la logia Lautaro están todos los que cabalgaron para la historia. Lo dice la Historia por boca (o pluma) de los historiadores. Pero a ella le incomoda que el abuelo figure y un buen día –después de conocer al gran maestre de la masonería- pide una audiencia especial y le entrega la renuncia de su puño, por aquél caballero que desde hace noventa años reposa con laureles en el cementerio de la Recoleta.

De obsesiones y reclamos

Acaba de comprender que pide demasiado: paz interior. Tiene la Biblia en las manos y la ha leído con atención página a página, por años. No ha matado a un ser querido. No ha olvidado los amores de siempre. No ha herido a nadie por el placer de herir. Pero no puede pedir paz interior. Es pastor de almas y –sin tener la suya sucia- ha perdido la convicción de la Palabra.


Le obsesiona la calvicie.. No acepta pelucas y, por cada pelo que cae definitivamente, celebra todo un duelo de llantos incontenibles. Hoy se miró al espejo. No se vio mal. El cuero cabelludo está brillante, como una esfera pulida. Y la verdad, halla que el pañuelo de seda atado ya no es necesario. Sale a la calle con orgullo: ha superado un equívoco de la naturaleza. (El vecino Ionesco, el dramaturgo, sonríe: su obra la ha curado).


Está ocupado en descifrar un códex de egiptología. Lo heredó de su tío abuelo, Alexander Tomkinson, que mucho caminó los desiertos con picos y mapas y hasta ayudó en la exhumación de la pirámide de Kefren. No le faltan recursos y ya está entrando en el campo de los asombros. Esa noche se corta la luz. Busca infructuosamente una linterna. Y enciende la vela que terminará el trabajo para siempre, cuando el sopor lo venza…


No reclamó la herencia del tío. Si bien único heredero, la dejó para el fisco. Su mujer le preguntó por qué hacía eso. Tardó varias semanas en responderle. Las necesarias para demostrar que el lento veneno que lo llevó al camposanto, se lo había administrado ella.


La obsesión por las puestas de sol caracteriza a la familia Pérez Roldán. En el barrio lo saben, cuando los ven salir. El abuelo, las dos hijas, el yerno, los cuatro nietos. Todos encolumnados, van hacia la ribera del rio. Ahí se sientan. Y en silencio, tarde a tarde, se extasían ante el crepúsculo como si oficiaran un ritual de adoración. Nadie pregunta el por qué de esta costumbre. Nadie sabe que ella, la que partió hace años por voluntad propia, era la musa inconfesa del Sol…


Explíqueme por qué no debo seguir pensando en el fin del mundo. Lo dicen los profetas y si está en el Testamento, debo creer. Y prepararme como es debido, siervo impío como lo soy. El fin del mundo está próximo y soy consciente. Por eso no salgo. Por eso hace ya varios años que he roto todos mis compromisos. Por eso trato tener la mente sin estímulos, vacía, para recibir el fin como debe ser…Por eso hoy vendí la casa.


Sólo una cosa pide a Dios. Nunca más soñar en colores, ya que sus sueños son sanguinarios y le asustan.

Horrores del Paraíso

Ningún paraíso se acomoda al propio bienestar. Todos los paraísos tienen alguna espina que punza. Por ello he decidido cambiar la mansión del Empíreo y aún los versos del Dante que recito, por este jardín abandonado, sin frondas protectoras, con alimañas. En él trataré de hallar mis propios frutos, como heredero de Dios que soy y como me lo han reconocido los del hospicio de orates.


Quizá Mahoma pueda responder por qué el Paraíso está tan sucio últimamente. No es que los que llegan tiren sobras y no respeten cada brillo en su lugar. Seguramente no es por ello. En cambio, quizá, hoy lo ven con otros ojos, lo desnudan de celebraciones, lo trastocan. Con los ojos del desencanto…


No hay puentes para llegar al Paraíso. Lo sabe desde que, cierta tarde en que estaba meditando sobre el ruiseñor de Keats, le cayó una rama del roble sobre la nuca.

De los espejos

El organillero mueve la manija con paciencia infinita. La manija que ha hecho girar treinta y ocho años, por los caminos del mundo. Madera rústica, gastada, sin brillo. Esta mañana, sale a la plaza y comienza a hacer la música como todos los días. De pronto advierte que su mano aprieta un pomo distinto. ¡Una manija de espejo!. La mira y se mira en ella. Un temblor lo sacude. Al volver, torna a mirar la manija: caminos y caminos se reflejan en ella. Solloza. Y un dolor profundo lo tumba sobre el piso…


Detrás del espejo no hay nada, salvo el azogue. Uno no se puede introducir, porque detrás no hay nada. Sólo ha hallado ahí la escritura de la casa, que creía perdida, y que puntualiza que su madre no era la dueña sino el hijo que nunca nació de su vientre, el hijo que imaginó noches enteras, el hijo que maldijeron las lenguas, cuando su vientre seco se negó a parir.


La belleza está en los espejos tanto como lo está la fealdad. Los espejos no son bifrontes, como Jano, pero a veces suelen revertir los aspectos. El busca el perfil que lo favorece y abomina de su rostro. En cambio, ciertas tardes, antes que la luz se debilite, pasa por delante sin detenerse y, en la luna, le sonríe un efebo.


María Rosa busca la infelicidad y casi todos los días rompe un espejo. Hasta hoy no le ha venido la mala suerte que busca. Sentada en el sillón de ruedas mira la ventana y se maldice.


¿En qué se parece un espejo al rio? En que sobre su luna pasan, como las aguas, los años. Por ello, saca todos los cuerpos de azogue de la casa y elige el riacho de aguas turbias para contemplar su rostro y peinarse. No ve pasar los años y siempre está mal peinada.


El amante le regaló un gran espejo. Los días felices se contemplaron haciendo el amor. Al pasar los años, lo fue cubriendo de a poco con un paño negro.

Vacíos

Eloísa Cienfuegos descubre –ya mujer mayor- que en el barrio nadie la saluda, salvo el almacenero. Nadie la saluda y nadie sabe su nombre. Pero cuando cierto día la hallan muerta en la vereda, todo el barrio comenta la encontraron tirada en la calle a la sorda Cienfuegos.


El minotauro está viejo y apenas camina. Pero su cabeza erguida habla de pasadas glorias. El minotauro ya no podría entrar a un laberinto, porque -en el fondo- ha olvidado el significado de esa palabra.


El castillo de Edimburgo (pariente apócrifo del palacio) está vacío. No de muebles, sino de ecos. Está vacío desde que la institutriz escocesa se quedó sin niños. Y al mayordomo le quitaron responsabilidades de organización. Se quedó vacío cuando al cerrarse los setenta cuartos las mucamas soltaron sus plumeros. Vacío al ser subastados los cuatro coches y el chofeur se olvidó de conducir. Vacío cuando los cocineros tiraron sus delantales-Hoy visitan el castillo centenares de turistas por día. (En lo que más se fijan, claro, es en las figuras de cera…)


Se vació la cava de los Finochietto. Finalmente, no queda una sola botella. Y los estantes están relucientes, porque el polvo que lo cubría todo se sintió desautorizado.

De maquillajes y snobismos

Pasó a la posteridad por ser el único italiano que, en poco más de treinta años, obtuvo veintisiete títulos nobiliarios y reconocimientos de casas reales y dejó de llamarse Ciuffo, sin haber pedido cambio de apellido(Carlo y Giuseppe lo desconocen como padre)


Cuando Sotheby¨s remató en Londres el bastón y la galera de Charlie Chaplin, fui uno de los que se ubicaron en primera fila. Al final subió el lote, y la puja no fue fácil. No obstante (lo digo con orgullo) salí de la sala con la satisfacción que mi oferta había sido la triunfadora. Dos días después llegué a casa y, sin más preámbulos, le di las armas del divo a mi nieto Lucas, quien corriendo salió al jardín a jugar.


Se saca el maquillaje con rabia. No lo han sabido ver. Soy Andrómaco, el médico cretense que cuidó a Nerón. ¿Por qué me abuchean? ¿Por qué me dicen marica, si mi peluca de bucles no significa sino una tradición de los griegos? ¿Por qué pareciera estar en las arenas de las lides? ¿Por qué no me han reconocido?


No me interesa ir a la isla de Pascua a ver los gigantes de piedra. Hoy va demasiada gente. En cambio, si te animas, acompáñame a la villa de indigentes del otro lado del rio y sentémonos a una de sus mesas a degustar lo que sacan de los tachos de basura.

Avisos clasificados

Se vende pulmón a cambio de una moto. Si son dos pulmones, es con permuta de herederos.


Cambio helicóptero por una silla de montar. Llamar a Caballo, Hipódromo las Marías.


Leyó el aviso clasificado con atención. Si bien no estaba destacado, un tufillo de sospecha agitó su ánimo. Se lo mostró a ella y ella asintió. Cambio marido por caballero distinguido y cortés, que esté bajo de potencia sexual.


A dama instruida, con conocimientos de comportamiento social, ofrezco trabajo para enseñar a india toba los cánones de la buena mesa y la higiene personal.


Leo las líneas de las manos y el pensamiento de los desposeídos. Llamar a Cagliostro Pérez, sólo después de medianoche.

Libro de los Guinness

No entró en el Guinness por comer tres docenas y media de huevos, ni por hacer flexiones durante 24 horas. Fue incorporado a sus páginas por traducir al jeringozo todo el Quijote de la Mancha.


Después de esperar diez años, logró el récord. Lo comunicó con impaciencia, pero le respondieron que todo tenía su proceso. Pasaron otros diez años. Al final, aceptó que haber asistido al trabajo durante sesenta años sin faltar un solo día no tiene importancia.


Trabaja en estadística desde muy joven. No es que le encanten los números: los admira.
Y vive tras dígitos y coeficientes como si allí, sólo allí estuviera encerrada la verdad..
Ella no sabe coser un botón. Y jamás calentó una taza de té. No ha lavado nunca un pañuelo. (Su hermana está tras suyo para todo lo que no sean números).

De juegos y juguetes

El autito a fricción pasa primero por la ruta del brazo derecho, después por la del izquierdo. La autopista del abdomen, rauda, llega al pubis. Allí, de pronto se levanta un Aconcagua agradable. Pasarán unos años y aprenderá que a veces los juguetes sirven para otras cosas.


El padre le compró las tacitas de té de porcelana en Baviera. Las usó poco, pero las atesoró mucho. Tanto que, cuando nació la primera nieta, prefirió reservarlas. Está por nacer la segunda bisnieta y ella piensa si todavía se usará jugar a las muñecas y a las visitas. Al sacarlas del ropero, la caja cae estrepitosamente al suelo.


El trompo de hojalata se lo regaló tío Eduardo. Ya no funciona, pero para él es su trompo. Único juguete que el hermano mayor no le rompió: se rompió solo. Hoy, a sus treinta años, lo mira en la biblioteca. Sigue girando. Como la vida, sigue girando.


Es el fabricante de juguetes más importante de Europa. Un ejército de 300 obreros construye miles de monopatines, casas de muñecas, metegoles, fortines, trenes eléctricos, caballos, osos, baterías de cocina. Todos admiran y envidian su mundo de fantasía. Karl Strooker –que de él se trata- muere a los noventa años con un pequeño Studebaker rojo en la mano derecha y la llave de la caja de seguridad en la izquierda.


Cerró la juguetería que tenía en la calle principal de Berna, después de treinta años de comercio. Volvió a la casa con los saldos que quedaron y los puso, amontonados, en la pieza de atrás. Un día entendió que allí los había desjerarquizado. Los sacó a la calle y esa misma noche desfilaron doscientos soldaditos de plomo hacia la Torre del Reloj..

Historias japonesas

Dicen que Kikaku tiene tanta paciencia con los tigres como con las libélulas. Su secreto es que a cada criatura la mira a los ojos, y si no le responden, les besa el corazón.


En la provincia de Oshu los cuervos son sagrados. Jamás osaría nadie tirarles un plomo o cruzarles el cuello con una hoja de metal. Los cuervos sobrevuelan el mercado y hay días –dicen- que una doncella abre su sexo para que beban el néctar de sus entrañas.


En el jardín del templo Yoshinaka-Dera, a orillas del lago Biwa, unas piedras junto al sendero marcan la vida. Hay que recorrerlas sin temor, porque constituyen una suerte de estela. Conducen al cuerpo de la Nada, y ningún caminante –hasta hoy- se ha sentido frustrado al llegar…


Kuni Matsuo estudia desde hace años la poesía de Bashó. Sabe de su quietud y de su paciencia. Y del radiante vuelo de sus jardines de aire. Kuni Matsuo sueña con el poeta y lo visualiza sin esfuerzo. Le da la mano y le ofrece siempre una taza de té. Matsuo supone que Bashó nunca se elevó al Techo del Mundo. Por eso, siente que quizá, quién sabe, no se haya reencarnado en su cuerpo…


En el templo, bendicen la belleza buscando los altares de la serenidad. Leen poemas de Chiyo y de Sanin y en cada uno las palabras quedan suspendidas, flotando, como si cien colibríes las mantuvieran en alto. De pronto, un trueno quiebra el hechizo. Y las niñas salen corriendo como si un dragón los hubiera devorado en vuelo…


Masunaga Teitoku celebra siempre el año nuevo escribiendo un poema. El dios que inspira le cierra esta vez las persianas. Por la tarde, intenta de nuevo. Cae la noche, y en el camastro, sin temor alguno, acepta que ésta sea su última noche de año viejo.


Kudo, maestro del zen, enseña sin tablillas. Todo lo escribe en el aire, con sus manos. Y lo retrata de nuevo en las aguas del lago. Kudo habla muy poco. Pero su pensamiento es tan proyectado, tan ligero, que todos le comprenden sin esfuerzo. Kudo tiene los años del tiempo y su cuerpo cada vez se suspende más y se transparenta en los huesos. Un día, cuando aparece con tablillas para enseñar, sus discípulos lo dejan solo.


Fuimos a visitar el Gran Templo de Amaterasu Omikami, en Ise, donde puede uno cruzarse con la Diosa del Sol. Mi mujer no es escéptica, pero descree de todos los ritos orientales. Al entrar, yo caí en éxtasis. Sentí un calor intenso en las sienes. Perdí por segundos mis sentidos. Salí nuevo. Ella, sonriendo, bajó los primeros escalones, cayó, y se quebró ambas piernas.


A orillas del rio Sumida florecen los cerezos. Es primavera y las abejas zumban. El sacerdote ha quedado dormido sobre las hierbas. Un fotógrafo neoyorquino lo sorprende con el flash. Diez días después, al revelar el rollo en Manhattan, la película sólo muestra un campo de hierbas con pétalos de flores de cerezo


Bashó, el gran poeta, sabe que no hay diferencias entre Uno y Todo. Que no hay antagonismo entre Hombre y Naturaleza. Bashó sabe que sus haikus se corresponden con la gracia de los ideogramas de Utamaro. Y que todo entra en una especie de satori o iluminación. Por eso, al entrar en su tienda no enciende luces: va con una flor en la mano, que todo lo hace brillar.


El kimono del poeta Bussón está raído. No lo han lastimado los caminos ni los años. Raído porque los gusanos que hilaron la seda han dejado de trabajarla.


Ocurrió en la provincia de Oshu. Los plantadores de arroz se han levantado: no les alcanzan los dineros para llevar la vida. Los patrones no dan opción: o trabajan o son reemplazados. Ellos responden que seguirán en los surcos con agua, pero no comerán un solo grano más ni ellos ni los hijos de sus hijos.


Hoy, el lago Omi se ha inundado de lágrimas de las doncellas olvidadas.


Minamoto No Yorizane escribe sobre las noches lluviosas y las noches de luna. A veces se le enredan las gotas en el pico de una garza o la luna no logra desprenderse de las tinieblas. Entonces, para que la tanka no pierda sentido, abre el sol como un recurso y su sueño ya no necesita almohada de flores de cerezo.


Issa nació en la aldea de Kashiwara y a los tres años quedó huérfano. Bebió el agua del infortunio y caminó sin sandalias. Cuando desposó a Kiku entró en el Paraíso y conoció a Li Tai Po, que escribía sobre el invierno. A él le cantó sus poemas de primavera. Issa nunca pensó que los sermones se escribían con palabras; por eso, murió de gracia.


Graba por milésima vez una flor de loto en la madera. Con las mismas tintas que han calificado las formas del monte Fuji. (La gran ola de Kanagawa suspende su cresta empuntillada en el estante de las estampas). Es el momento en que Katsushika Hokusai torna a mirar la flor, que se deshoja y deja caer un pétalo sobre su mano.


El kankodori canta en la montaña. La cigarra lo hace en un árbol del valle. Camino a Shinano, él canta a su niño muerto.


Una abeja huye de los bordados del kimono de Kiyowara y torna al panal.


El lago Omi y el largo puente de Seta es el lugar de encuentro para que la angustia se reconcilie con la esperanza.


El monje Saigyo sabe que va a morir el día de la muerte de Buda. Y para que no lo sorprenda con los ojos cerrados, pide a la señora Eguchi que le abra los párpados con alas de libélulas.


Detrás del biombo se esconde un pino de papel de arroz.


Kino Tomonori escribe haikus, como su afamado antepasado. Los dedica a la hija del gobernador de Kazura, que nació ciega pero sabe leer de los labios.


Ella mató hoy los patos mandarines, uno a uno. Ya no le interesan más como símbolo de la felicidad conyugal. El se ha ido con la luna.


Perfecto el paisaje. Sólo hay que plegar las hojas superiores del cedro azul, que se recortan demasiado sobre el sol de porcelana.


Cae la nieve tardía. Su esposa muere en el camastro. El sale y vuelve a traerle un trozo de brisa entre las manos.


Retornan los plantadores de arroz. Hay un humus que se levanta de los cercos de bambú. Cada una los espera en la puerta, como gorriones de plumas tiernas.


Al parir un gato, la geisha comprendió el maleficio.


Recuesta el cansancio sobre el jardín de piedra, luego de haberlo doblado cuidadosamente en ocho paños. Después, aligera los pies y sube la montaña.

Circularidades

Hoy la luna amaneció resfriada. Y esta noche no salió. Un poeta, creyendo que ya no habría más noches de luna, se suicidó.


Un enano con su escoba barre el mundo.


Acaba de descifrar el jeroglífico. Todas las ciudades comienzan por un ladrillo; todos los puentes parten de un rio; todas las palabras nacen de una letra. Tanto secreto para ocultar verdades a voces.


Estuvieron dialogando toda la tarde. Hacia el Ángelus, la sombra se fue.


Espera cruzar la calle a que los vehículos arrecien en número. Entonces, cierra los ojos y cruza. Todos los conductores lo imitan.


Cuando el dragón dejó de echar fuego por sus fauces, la historia se transformó en historieta. Todos los humoristas lo retrataron y sólo fue un dragón de cartón para divertir niños.


No hay rivalidades. La mano derecha hace lo que la izquierda no puede o lo puede torpemente. La mano izquierda sabe que algún día le puede caber la obligación de reemplazarla. Y espera.

De memorias y olvidos

Pronto se olvidó Mahoma de su tío Abu-Taleb, quien le dio más instrucción que sus propios padres. Abu-Taleb, en cambio, no perdió la memoria y dicen que jamás volvió a enseñar la verdad a los niños.


No puede recordar bien cuando estalló la bomba. Sí puede precisar que primero fue el humo, después el ruido ensordecedor. No puede recordar a quién encontró primero, si a su madre o al hijo. No puede recordar en qué momento comenzaron a ulular las sirenas y los gritos y los ayes de dolor. No puede recordar cuántos años tenía. Sabe sí que eso fue hace mucho más de un día.


¿Recuerdas, Olivia, cuando salíamos a jugar por las calles de Montparnase? ¡Cómo nos reíamos de las travesuras que le hacíamos al barrendero! Y después, a comer nuestras croissants y seguir subiendo y bajando escalinatas. Bueno, Olivia: me casé con el hijo del barrendero Michele. Tanto corrernos, tanto corrernos, su hijo me alcanzó.


Recorta los olvidos con una tijerita y los va pegando en el álbum. Cuando llena la última página, advierte que todavía le quedan unos cuantos…


Cuando conocí a Hemingway él todavía no había descendido al último escalón del alcohol. Trabajaba de noche y de día dormía. Aunque a veces se lo veía deambular por las calles de La Habana o subido a su lancha con el reel en las manos. Lo visité para preguntarle cómo se hacía un escritor. Me respondió que lo hace la vida; pero me advirtió de inmediato: lo hace con crueldad. Busque otra profesión.

Estampas ecuestres

Caballo de noria. Caballo de calesita. Caballo de mateo. Caballo de circo. Y ninguno más triste que el caballo de pompas fúnebres. El que yo alimento y lustro en su pelaje todos los días, para que esté hermoso cuando lleve a las ánimas al camposanto…


Caballito de madera destinado hoy al desván de una casa. Sobre él están los sueños cabalgados. Y aquél esfuerzo del abuelo de trabajar varios sábados y domingos para –al fin- poder llegar con él sobre los hombros y dejárselo a los chicos del orfanato. En memoria del nieto.


En el caballo de bronce está subido el escultor. Ha acabado la obra y quiere probar su elocuencia.

De muertos y moribundos

La Eulogia le ha guardado luto al Rudecindo y todo está en su lugar. Eso cree ella cuando una noche, ya bastante cansada de su dolor, decide llegarse a la bailanta del pueblo vecino a ver un poco de gente. Allí se lo encuentra a él, muy bailarín y zalamero, y como ella pega un grito de asombro, el Rudecindo deja su pareja y la toma de la cintura. No le toca un centímetro de piel, pero al oído le susurra sólo es algún sábado que otro, para sacarme los calambres.


El día de San Jorge, 23 de abril, falleció la mujer. En el fondo era lo que ella quería: que la llevara el santo que la protegió toda la vida y le dio alimento espiritual. Fue un soporte que la consoló cuando el accidente del hijo. El que cobijó sus sueños al perder la casa. El que hoy le abre la puerta al cielo y, apartando al dragoncito, le besa la frente.


Amaneció con la sensación que iba a morir ese día. Llamó al cardiólogo. Estaba de viaje. Buscó a su hija, que hablaba en un congreso. Su abogado había salido a los Tribunales. Y el perro en celo, andaba por la calle. Al día siguiente se alegró cuando, alrededor de su cama. Estaban la hija, el médico, el de la ley y Capitán moviendo la cola.


Acaban de dar tierra al abuelo Santiago. Hoy se olvidó de respirar y se llamó a todos los nietos. No le quedaba ni un solo hijo, pero sí muchas esperanzas de reencontrarlos en la vida eterna. El fue siempre un buen cristiano, pero adelantó que si después no había nada, patearía el cajón con fuerza para avisar. Lástima que lo olvidaron, al enterrarlo.


Quedan pocos días. Quedan pocos días. Ella lo sabe, pero no lo dice a nadie para no inquietar. Va a la necrópolis y adquiere un nicho, en una galería. Le preguntan para quién y ella no trepida en decir NN. A la semana, su cuerpo exhala el último respiro. Los deudos –tres hijas, dos yernos- optan por la cremación.

Celebración del pesimismo

Siempre se consideró un líder. Pero a su alrededor nunca tuvo respuestas que así lo confirmaran. Asdrúbal Rodríguez sabe lo que es el poder, aunque jamás lo tuvo. Por eso seguramente es más ácido que el limón. Y juega a perdedor, para de este modo confirmar –por las antípodas-que el mundo lo ha desconocido, negándole oportunidades.


No vamos a llegar nunca. Y no llegan porque, simplemente, jamás iniciaron el camino de partida.


Cuando compraron el elefante todos los tacharon de estrafalarios. Pero el animal entró en el galpón y no hubo inconvenientes los primeros días. Lo que pasó después fue grave. Nada era bastante para el estómago del paquidermo. Y empezó a inquietarse. Y rompió el galpón. Y salió a la calle. Y asustó a grandes y a chicos. Después lo atraparon con dardos y lo devolvieron a la India. Toda la familia entró en depresión y se borraron de la Sociedad Protectora de Animales.


El pesimismo que elige es el de víctima. Lo es del mal tiempo, de los parientes ricos, de la falta de ascensos, de la gordura de su mujer, de la ausencia de amigos. Un día que le traen un bono con premio de las Islas Caribeanas, lo devuelve argumentando que ese lugar no existe.


Peor que el pesimismo de Céline, él lo ve todo sucio, gris, maloliente. Recibe su título de Contador Público Nacional y, en los balances, sólo ajusta los debes por sobre los haberes.


No creo que haya pesimismo más inocente que el de Getrudis Chale. Es pintora y buena. De Viena, ha llegado a la Argentina y se extasía frente a las enormes llanuras, las etnias vírgenes, los mensajes precolombinos. Gertrudis quiere volar, como vuela su imaginación frente a tantos símbolos ignorados. Y toma avionetas para llegar pronto. No supone nada del infortunio. Hoy, un indígena le pidió que no subiera al pájaro. Ella, tan inocente, subió a su último vuelo con una sonrisa.…

De lo intangible

Pasamos todos al interior. No es que la casa estuviera vacía o careciera de luz. La casa era un vacío. Y en ella estábamos todos. Retrato de la estupefacción.


Durante el viaje se comentó de todo un poco. El profesor habló de epistemología. Su hija, entomóloga, afirmó que los insectos constituían la especie mayor en el mundo. La anciana concertista recordó con emoción su primer recital. De pronto, una voz se alzó y pidió silencio. Surgió de la nada, sin garganta. Al llegar, comprendimos que había hablado el paisaje…


Arribó a Macoraba, la ciudad bautizada por Ptolomeo. La ciudad santa. La Meca de la Arabia Saudita. La metrópolis de los mahometanos de todo el mundo. Buscó la mezquita y sólo percibió un aire que le venía desde adentro. Desde muy adentro.


Es inasible. Como un suspiro. Lo toma sin embargo con el pulgar y el índice y lentamente lo va haciendo girar año a año. Sin pensarlo, ha atrapado el tiempo.


En los acuerdos de familia no participaba nunca tío Eduardo. ¿Por qué?, pensábamos para adentro los más chicos. Pero nunca dijeron nada al respecto los más grandes. Un día, tío Eduardo se sentó en el grupo. Todos sonreímos agradecidos. Y él, ahí, se despojó de las telas que lo cubrían y reveló que, simplemente, era el fantasma de la familia.

Sólo trampas

Caer en una trampa o escapar de una trampa obedece a leyes que se complementan. Luis María ha caído en la trampa de una boda preparada por su madre y de la que únicamente podrá salir si hoy mismo, no mañana, la tira del balcón del quinto piso.


Cantar a los reyes, escribir poemas a los príncipes, es entrar a la trampa hueca de las adulaciones. Me lo contó el ánima del poeta alemán Walter von Vogelweide. Fue el más célebre de la Edad Media, protegido de Federico el Católico, pasó a la corte de Felipe de Suabia poniendo sus canciones al servicio del partido gibelino. Defendió las Cruzadas a Tierra Santa de Federico II y compuso epigramas para las cortes de la Alta Italia, Hungría y Francia. Murió más pobre y olvidado que el último juglar.


Van der Weyden acaba de dar el último toque de luz a su Descendimiento. Ignora que el tiempo llevará la obra al Escorial. Lo que no puede ignorar es lo que escuchan sus oídos. Es copia del maestro de Flemalle. En realidad, lo ha trabajado Van Eyck. La pintura es magnífica porque la retoca finalmente Roberto Campi, su maestro. Van der Weyden rumia por las calles de Brujas su desesperación. La trampa de haber aprendido bien el oficio.


Desciende varios escalones pensando que llegará al vacío, pero sólo entra a la taberna de Rodrigo, donde lo esperan los vinos.

Desequilibrios

Esconde las monedas sacando una piedra del muro. Cuando regresa después de un año, el muro ha desaparecido y las monedas están en una pilita dorada, sobre la hierba.


Al finalizar el concierto, ella saluda y en vez de salir por bambalinas va hacia el público y cae al foso de la orquesta.


Se ha organizado la fiesta con todos los honores, Discursos, medallas, bebidas. Cuando los invitados terminan de llegar, él sale vacilante, detrás del cortinado. Se toma ambas manos, mira sin ver a los amigos y se saca toda la ropa para que comprueben lo poco que es.


Luces de neón han encendido en la tumba del cardenal. Y dicen que tanto lo apasionaba la teología, que dentro de su ataúd hay una lamparita encendida. (Por la dudas, sólo un libro le han dejado adentro, para que el cardenal no abuse).


Después de estudiar hebreo, dejó lugar para el sánscrito. Pero hubo un dislate grave; se le confundieron los tiempos de verbos. Hoy, el foniatra no logra sacarle la disartria…

Rompecabezas

Nadie supo por qué se marchó el padre. Siete hijos son mucho, pero quizá no fue por esa carga. Cerca del año, también se fue la madre. Quedaron solos. Crecieron solos en la incógnita feroz. Unidos como un ato de ramas. El tiempo los fue separando. El mayor se fue al Senegal. La menor a Australia. Hoy se reencuentran en un café. Ella le confiesa que, hace unos años, en un cementerio de Sidney, vió a una anciana con muletas que rezaba ante una tumba. Era mamá. Y la lápida, créeme, tenía grabado el nombre de él…


El sonido viene desde adentro. A veces es muy dulce; a veces, como un lamento. Pero es música, sin duda. Humberto tocaba la flauta, de chico. Pero los ataúdes no hablan, respondo.


Reconstruyo como puedo la incógnita. Se recibió de médico, tuvo un hijo médico, el nieto obtuvo el mismo diploma. Ninguno de los tres ejerció la profesión. Ninguno hizo docencia. Los tres murieron sin diagnóstico antes de los cuarenta años.


Cierra el libro de Dickens. Y comienza a caminar por Landport, el suburbio de Portsmouth. Ve a un muchacho que pasa, parecido a Oliver Twist. Y sin querer llegar a Londres, se cruza con la niña Dórrit, dulces en mano. El marqués de Saint-Evremont discute con alguien respecto a la inexistencia del club Pickwick. Lo mira más de cerca: es el propio Charles Dickens, quien no sabe qué responder. Reabre el libro.


Existen matemáticas para la emoción. Hay sumas de lágrimas. Algebras de tristezas. Ecuaciones de alegrías. El las va desarrollando en el pizarrón de su memoria, donde, a medida que escribe, se van borrando los primeros signos y hasta se le desdibujan los últimos…


La locura de la madre y del hijo fue quizá una cuestión genética. De herencia, como dicen. Pero no se entiende que el hombre, después, haya elegido otra mujer carente de razón, para reemplazarla. Y que, en el incendio aquél, él también enloqueciera y la matara.

Del Libro de los horrores

Mosadés está entre aquéllos que se rebelaron contra Dios, sin matarlo.(Sólo hay un deicidio, dicen los libros). Y Mosadés se ha reencarnado hoy en millones y millones de hombres que abjuran de la fe, porque no aceptan Su privilegio.(Le envidian el divino milagro de volver a vivir, sin duda).Lo reconozco.


Por intentar transformar el plomo en oro, me han condenado al abismo de los olvidos. Soy Khunrath, el mayor alquimista de la historia; el hombre que trocó la alquimia en filosofía; quien escribió Anfiteatro de la eterna sabiduría. Soy eterno como los metales, sabio como los dioses que no requieren tronos. Y en cambio ellos, por transformar los herejes en santos y los brutos en ángeles, han perdido para siempre la oportunidad que la tierra fuera un Eldorado.


Acreedores del tiempo, dicen que los ángeles crucificados huyen de los altares.


De todos los condenados a muerte sólo regresan los decapitados. Los que no han recibido sepultura. Y quienes –fuera de guerras- fueron santificados. Pero ninguno de esos muertos cobra venganza: no tienen viudas.


El tesoro de Honnorat está húmedo de sangre y de lágrimas. Todas las monedas brillan por haber sido tocadas con las manos de la usura. Honnorat, en la multiplicación de ducados y florines, busca comprar la eternidad. Que alcanzará en el postrer suspiro, cuando done toda la fortuna al hospital que lo acoge en su más patética pobreza de amor.


Pedro Aretino intenta enseñar a un pintor cómo se debe dar imagen del Juicio Final. Cae de los andamios, empujado fatalmente por su pluma y su lengua pecadoras. Como un boomerang.


Jacques Molay, último Gran Maestre de la orden de los Templarios, no pasó a la gloria por sus poderosos bancos, castillos y vastísimas posesiones territoriales. Un poeta es quien le da triste inmortalidad cuando, llamado a Francia desde Chipre, es sometido al proceso de herejía. Y antes de las llamas (o después, no importa), Dante lo hace entrar al Purgatorio con sus versos.


En Castilla y Aragón el nombre de Torquemada dejó de pronunciarse hace cinco siglos. Sólo lo registra un centenar de sinagogas de puertas cerradas, un centenar de oscuros incunables, un centenar de historiadores revisionistas y un centenar de voces acalladas que todavía salen de los confesionarios de los dominicos. ¡Fuego a las brujas!


Es Fanny Mercier, la única amante conocida de Amiel, quien hoy recibe el libro secreto de su amado muerto. Lo lee una y otra vez y no entiende. No puede entender que la rígida religiosidad calvinista de él la haya postergado a ella por esa montaña de palabras que se elevan y se elevan, sólo para la configuración del Yo…


Quintus Nantius no es otro que Gabriel Andrés Auclerc. Habitaron la misma casa y durmieron en el mismo lecho. Pero uno predicó la restauración del paganismo, vistiendo la toga de los antiguos pontífices, y el otro ejerció su profesión de abogado, sacando almas de las celdas. Giovanni Papini los une definitivamente en su Juicio Universal, devolviendo la paz a uno y otro en el mismo esqueleto. Laus Dei.


¿Fue tan malo Calígula Cayo?, se pregunta un justo. ¿O sólo fue un enfermo que actuó mal? Aparecen sombras. No lo salva su epilepsia, razona Querea (quien al final pudo matarlo en tercera conjura). No lo perdono, dice Tiberio, antecesor del trono. Fue un buen niño y un joven valeroso en las batallas, lo absuelve Germánico, su padre.

Interpretaciones de la duda

Lo sacan del hospital en camilla. La familia ha pedido el alta porque, para ellos, el hombre murió hace dos días. Los médicos resisten: habla y respira. Y aún intentan llamar a los guardianes del orden. Ellos insisten: está muerto. Su formación evangélica les dice que la que responde es su alma y que él, al despedirse, pidió que no se inquietaran si por ahí quedaba algo de resuello.


La duda es un sentimiento, no una imprecisión valorativa. De lo contrario, la usaríamos para superar contradicciones. Eloísa duda en hacer uxoricidio. Odia a su esposo, pero esa pulsera de oro que le regaló en la víspera le hace repensar si no conviene aguardar un tiempito más.


Hay dudas que son abismos. Y en vez de zanjarlas, uno cae fatalmente. La idea de hacerse rico a cualquier precio y, como un Midas, tocar papeles y convertirlos en oro, lo hace entrar en la política. Varias funciones públicas enriquecen las arcas familiares. Lo que, al tiempo, no puede cambiar de metal, es a las rejas de hierro.


¿Es acaso un extraterrestre, con su casco enorme sostenido por cuatro miembros apenas esbozados? Los chicos del barrio lo miran con temor. Están casi petrificados. El omúnculo da un par de pasos. Se da vuelta. Parece que tose o algo le molesta .De pronto, una luz enceguece la escena. Los chicos desaparecen. El omúnculo comienza a subir al espacio. No sé si lleva algo en una bolsa. Pero los chicos no han sido vueltos a ver…

De misántropos y raros

Es un hombre solo que goza de su soledad. No puede haber equívocos: no le interesan los otros. Y si bien no huye del mundanal ruido, jamás se lo ha visto con una mujer, un amigo o un niño de la mano. Nadie sabrá jamás que él dialoga en su casa con los hombres más increíbles: desde Danton a Moliére, desde Beethoven a Shakespeare, pasando por Lincoln y Garibaldi Es tanto, tanto lo que tiene que hablar y oír, que difícilmente podría entrar un personaje más a su vida..


El conde de Vigny no es raro: es rarísimo. Sus atuendos –rigurosamente de épocas pasadas- van de siglo en siglo, llevados con una naturalidad que apabulla. La semana pasada apareció con un levitón del medioevo y sombrero de plumas. Y ayer, lo vimos salir de su casa de la rue Choisy cabalgando un colorido caballito de madera.


Dicen que el profesor nunca se casó y vive solo. No tiene familia. Mi familia son ustedes, nos dice. Hoy he ido a su casa, a consultarlo por un libro. Tardó en abrirme, pero con un gesto de mano me invitó a pasar. Al parecer, allí no vive nadie. Ni cama, ni mesa, ni biblioteca. Una galería vacía. Dos sillas. Este es mi mundo, me confesó. Para pensar…


Al volver de Paris, algo cambió en él. No fue el dandysmo, tan sólo. Ni ese de que antepuso a su apellido. Tampoco, que sacara los cubiertos de plata vermeil de la abuela y comiera con ellos en la cocina. Fue algo más. Imprecisable. Dejó de ver la realidad que lo circundaba. Su mujer lo dejó. Los hijos no lo visitaron más. La mucama se negó a seguir sirviéndolo. El piensa que Paris es una circunstancia. La que necesitaba para entender la vida.


Tiene diplopia desde niño. Y los oftalmólogos convencen a sus padres que debe aprender a vivir con visión doble. No le incomoda. Multiplicada por dos, la realidad tiene su atractivo.

Jardines y jardineros

Emily Dickinson tiene obsesión por los bulbos de flores. Narcisos, jacintos, dalias. Que le viene de su obsesión por los jardines. Que a su vez le viene por su obsesivo goce de tocar esos bulbos, antes de sumergirlos en la tierra. (Mañana dirán que era una obsesión erótica, sensual, lasciva. Emily Dickinson resistirá, porque algo de ello es verdad. Pero hoy, cien años después, no importa. Que la sigan leyendo. Porque ella está afuera, entre los helechos, plantando sus pequeños bulbos de fresias).


Sólo hortensias. Blancas, rosadas, tibiamente azules. Son las mismas que replantó la abuela, que se casó. Y la madre, que también se casó. Y que ahora replanta ella en su jardín sin rosas. Al lado del banco en el que espera que, algún día, llegue un hombre que la mire a los ojos. Y le pida quedarse.


No puede ser una alucinación. Hoy, al levantarme, nuestro hermoso jardín es un páramo.
Los lilium y las tulipas, las vellotas y los iris han desaparecido. El rincón de narcisos rubios es sólo un hueco. ¡Y la acacia armata resulta ahora una invención de mis sentidos! ¿Qué ha sucedido? ¿Volaron hacia dónde mis desvelos de años, mis riegos pacientes? Dicen algunos que las plantas son ingratas. Nunca lo he creído. (Hoy lo dudo).


Cuando él le regaló la planta de camelias blancas, no pensó que ése sería el salvaconducto. Al dejarse de ver para siempre, vinieron otros hombres. A cada uno le pidió el arbusto de flores albas. Hoy está rodeada de flores. Ninguno toleró los celos.


La capa sedosa de los bulbos pasa por las manos rústicas de don Florio. Las bromiliáceas, desde la copa de los árboles, miran su sombrero. Un gran jazmín de Madagascar lo saluda con su aroma penetrante. La tierra removida, las lombrices, se agitan ante su pala. Don Florio, cada vez que entra al jardín, siente como que resuena un himno en sus oídos. Y se le humedecen los ojos.


Entra al jardín de las delicias. No lo ha pintado Hyeronimus Bosch, sino su propia mano. A pura aguja. A pura sangre. Jardín de petit-point donde está prohibido cortar las
flores.


Kuni Ishikawa tiene un pequeño jardín de arena. Al final de cada semana, abre los diez dedos como un rastrillo y redibuja ondas que vienen desde dónde. Kuni Ishikawa piensa que su jardín es uno de los más bellos del caserío. No da flores. No exige riegos. Pero al fin de cada semana, lo acaricia y redibuja después de hacer el amor.

Autorretratos

Quizá parezco una caricatura. Pero me asumo. Estoy a millas de una realidad. Pienso en el circo de mi infancia. En el hospicio de huérfanos. En la altura de los sueños no alcanzados. Pienso en aquélla ciudad de ricos, en que serví sin una queja. Y en aquél otro horizonte de desvalidos, en que cicatricé heridas. No sé si alguna vez me he reconocido. A mis sesenta, sigo vagando por veredas sin destino…


Puede ser una estupidez, pero ése soy yo. El que da bofetadas a rostros de cartón. El que huye de la felicidad melindrosa. El que cree en los dioses de cemento. El que espera una cucharada de miel. Ese soy yo. A quien sólo el destino puede interrogarle qué espera.


¿Qué me duelen estos once años de rejas? Yo estoy bien. ¿Qué me corroe el silencio de quienes fueron familia? Yo estoy bien. ¿Qué todavía espero que la justicia me limpie? Yo estoy bien. Entretanto, confío que Eduwiges y Eleonora no me culpen de sus propios extravíos. A los dos las amé por igual. Las dos se enfrentaron por ese amor. Las dos me traicionaron, amándose aviesamente. A las dos les esculpí el cuello en rojo coral.


Estoy caído pero no derrotado. Tengo la paciencia de Job y saldré del vientre de la ballena del infortunio. No me apuren. Sé que resucitaré, como Lázaro. Y como Jesucristo terminaré curando a los leprosos. ¿Qué razón me asiste para así pensar? La razón del Libro de los Libros. Y el amaos los unos a los otros. Como yo no he amado.


Acabo de llevar a las llamas mi Diario. Ya no quedan registros de mis días. Sin embargo, mi daimon sabe cuáles son las culpas. Y también lo sabe esa vecina curiosa que me ha espiado a lo largo de toda una vida y conoce de mí hasta los días en que me baño…


¿Puedo defender mis vacíos? Seguramente más que mis hipocresías. No obstante, si tuviera que retratarme en la piel exacta de mis acciones, diría que soy el espectro de un hombre que creyó en sus propias ficciones. No llegó a novela, ni tan siquiera a cuento…


Hoy terminaron de tatuarle los dos últimos centímetros de piel de su cuerpo. Caligafías, flores, rostros, testimonios de vida y muerte están en brazos, piernas, vientre, rostro. Sólo las faneras han quedado libres. Hasta la lengua tiene una sentencia si se quiere erótica. Está preparado. No para que lo desuellen vivo, sino para que su piel le sea arrancada con cuidado, al último suspiro. Los japoneses la han comprado. (Seguirá viviendo en una gran vitrina de museo…)

Se trata de explicaciones

Sé que estamos en la época de las nuevas biologías de laboratorio. Todo se puede inventar, todo se puede reproducir. Y mis veintitrés años de estar entre probetas y jeringas me pesan tanto pero tanto, que ya ni interés tengo en los resultados. El profesor entra y me pregunta si el cultivo marcha. Le respondo que hace días que sólo miro las páginas de Playboy. Le veo la cara de espanto, después su risa. Yo, abro el segundo cajón del escritorio y le muestro mi colección de preservativos de color.


Ahora no entienden más nada. Tratan de explicarse a sí mismos el asunto del divorcio, pero no les cierra. Ella está liberada, porque aceptó su condición sexual. Y el también: es simpático el chico con el que anda. Pero no les cierra que ventilen sus asuntos en los Tribunales. Y que el Juez halle todo obvio. Ambos piensan que su realidad les pertenece y no es tan sencilla. Pero nadie les da explicaciones.


No me preguntéis por qué he dejado de ir a misa. No les voy a decir que el cura no me gusta (en verdad, me gusta y mucho) Lo que ocurre es que el ómnibus me deja lejos, ahora, y el conductor no está nada mal. Aunque en verdad, voy a lo de mi cuñado, el viudo, que últimamente me mira con intenciones. Yo no sé si me he liberado de convencionalismos, pero últimamente todo se me da con los hombres.


Nadie se explica por qué el minotauro rehúye entrar al laberinto. La puerta está abierta y él bien conoce por dónde se sale. Pero no mueve una sola pata para entrar. (Dentro, las hespérides juegan con las manzanas de oro. Y dicen, por ahí, que una de las ninfas se ha enamorado…).


Mi hermana pide explicaciones. No sabe por qué los novios terminan pretendiéndola a Mamá. Yo tampoco sé por qué ninguno de ellos termina cumpliendo sus intenciones.


Proust está resfriado, como de costumbre, y las inhalaciones de vapor no le hacen nada, como de costumbre. Ha rechazado las magdalenas, que tanto le gustan. Y el té ha quedado frío en la taza de porcelana de Sévres. Tira la manta de cibelina al suelo y queda su cuerpo helado. El tiempo suspendido se pregunta qué le pasa a Marcel. Y no hay explicaciones…


En el zoológico han sacado todas las rejas. Leones y panteras caminan entre garzas y monos. No hay un solo aullido ni un solo vuelo que descoloque el escenario. Prudencio Pérez observa con detenimiento y se pregunta qué sucedería si los hombres también quitaran sus rejas. Nadie le responde. Nadie le sabe dar explicaciones…-


Puede explicar el teorema de Tales de Mileto, pero no la angustia que le sube al pecho y le corta la respiración. Ocurre esto no cuando llegan los acreedores, sino cuando se van. Entonces, se le abre un hueco profundísimo en las entrañas, que no sabe cómo llenar. Se lo ha preguntado a dos pitonisas, pero ambas le respondieron lo mismo: no es de su saber…


No necesita explicación esta manera de aceptar la realidad transfigurada. Lo que ocurre pudo no haber ocurrido. Así, la muerte es una trasposición de la vida. Levanta alto al niño y lo deja caer. No hay mullido almohadón debajo. No hay arena…

De vicios e imperfecciones

Tirado en una calle de Montmartre, Maurice Utrillo sufre las consecuencias de su última borrachera. Suzanne Valadon lo alza y logra volverlo a la casa. No piensa en nada, al acostarlo. No mide el deterioro del alcoholismo sobre ese cuerpo. Su perspicacia de madre le hace reflexionar qué ocurriría si el vino dejara de humedecer su garganta. ¿Pintaría las mismas calles, quizá? ¿Se ensombrecerían sus paisajes? ¿Qué mano guiaría sus pinceles? Sale a la rue Voltaire, vuelve con dos botellas de moscato y pone dos copas.


Imperfecta como un error provocado; equívoca como una luz que no enciende; errática como proyectil al aire, Lucía se perdona. Está a siglos de la realidad que la circunda, pero es feliz. Ninguno de sus animales, ninguno, le ha reprochado nunca nada.


La droga es un paraíso que conoce como la palma de la mano. Y sin embargo, sin embargo, un paraíso que cada día acorta más los tiempos del éxtasis. Su hijo lo mira desde una silla alta y le acaricia la frente. Lo mira, a su vez, y le tiende ambas manos. El niño suspira hondo. Y casi en un susurro alcanza a decirle cada día te conozco menos…Yo también.


Sokratis es jugador de fútbol. Y va al Mundial, representando a Grecia. Hace dos goles en el primer partido y uno en el segundo. Ocurre que, entonces, su madre lo llama desde Skorpios y le avisa, desesperada, que el padre acaba de perder la casa en una apuesta. El responde una incoherencia y jamás vuelve a hacer entrar el balón en el arco.


Su pensamiento es imperfecto como una línea quebrada. Sin embargo, defiende a capa y espada todo argumento que se le cruza y toda acción que se propone iniciar. Hoy aseguró que podía correr sobre el nivel del agua. Y para probarlo, dio dos trancos rapidísimos y al tercero cayó en la profundidad del lago di Como.

Hacia el crepúsculo

Cuando cierra la panadería, Eleuterio Potolicchio comprende que también cierra un capítulo de su vida. El principal, sin duda. No por amasar pan todos los días, hornearlo y colocarlo para la venta en las grandes canastas. No por regalar a los pobres lo no vendido. No por madrugar cuando los otros duermen. Cierra un capítulo de su vida porque no sabe hacer otra cosa. Simplemente. Y porque, al negarse a venderla, él mismo ha crucificado su pensamiento cristiano de la multiplicación de los panes.


Nunca hubo un entierro igual al del panadero Potolicchio. Fue todo el pueblo. Y no faltó nadie porque nadie soportó el dolor que tuvo él cuando cerró la panadería. No se enclaustró. Salió a llorar por las calles, a llorar en la plaza, a llorar en la iglesia. Fue un crepúsculo doloroso que todos comprendieron. Un crepúsculo con culpas y con fantasmas: ese niño, el nieto, quemándose en las llamas del horno…


Tiziano está viejo y solo, en medio de telas y trapos sucios de pintura. Solo y viejo, con Anna, la sierva. Y con su memoria vagando por Baco y Ariadna, por Giovanni Bellini, el maestro que lo continúa retando, por Santo Domingo, Santa Catalina y San Jerónimo que lo miran sin ojos, por la bacanal de la diosa de los amores.. Tiziano pregunta por qué todo pasó tan rápido. Y por qué, a sus casi cien años, lo siguen persiguiendo Felipe II y Carlos V porque sus retratos no les gustaron nada…


Hacia el crepúsculo, cierra puertas y ventanas. Corre cortinas. Enmudece espejos. Y toma una a una todas las hostias sin consagrar.


En el crepúsculo, las nostalgias. Aparecen lánguidas e inefables y se le enroscan en el cuello. Como una bufanda. No lo angustian. Le dan una sensación indescifrable de bien perdido. Por la mañana, todo vuelve a ser igual.


Jorge Manrique, comendador de Montizón, escribe coplas. Estuvo en las revueltas que escandalizaron a Castilla, durante el reinado de Enrique IV. Y dedica a su esposa, doña Guiiomar de Meneses, canciones y decires a la manera provenzal. En el crepúsculo de su vida, cuando toda la calle entona sus coplas, muere por defender a Isabel I. La única, la única que le prometió publicar algunos de sus versos de trovador frustrado…


Hay un suave olor a violetas que sale de la capilla. Se acerca y ve que descienden de la escalinata unas sombras descalzas. Pasan a su lado y lo rozan. El olor desaparece .Los tubos del órgano se ponen en sonido. Por supuesto, el sol cae.

Inocencias y culpas

Es la que sale todas las tardes a alimentar gatos sin dueño. Deja canastitas de plástico en veredas y muros. Y al otro día las recoge, para el rito vespertino. Le dicen la gatera, pero ella no escucha sino los largos maullidos de sus protegidos. Una noche, asiste a la parafernalia de decenas de gatos muertos, retorcidos. Los han rociado con ácido. Ella no llora ni grita. Huye a su casa, deja la puerta abierta y reitera la acción sobre su cuerpo.


No tengo culpas que expiar, dice el sentenciado. Rehúsa la venda sobre los ojos y avanza. A mitad de camino, lo invaden mariposas. De todos los colores. Siente que es una señal, y que la vida continuará después de él. Y sonríe.


El anticristo apareció por la aldea a fines del siglo XXII. Desprendía a su paso un extraño olor (que no era a azufre) y sus pies descalzos estaban tan limpios como si recién los hubiera lavado. Los jóvenes y los ancianos lo rehuían; pero los niños comenzaron a acercarse y a seguirlo. Una mañana, el anticristo apareció tirado en la plaza. Inmóvil. Sobre su cabeza, alguien había disparado una metralla de rosas rojas.


¿Has estado antes aquí? No es tan oscuro como parece. Las luciérnagas te irán iluminando los primeros tramos; después, la vista se acostumbra. Bajaremos trescientos metros, y los verás. Están quietos, como esperándonos. La mayoría sentados. Y hay uno de ellos que pareciera estar hablando. Son los mineros chilenos que no pudieron rescatar. Pero que hoy tenemos el privilegio de verlos. Los turistas.


Sale de la hipnosis con la certeza que ha bajado a otro mundo. Se toca el cuerpo, pero no lo siente como propio. Articula la palabra agua pero no sabe qué quiere decir. Todos lo miran con extrañeza: esta vez el hipnotizador recibió sus propios influjos.


La inocencia es un manto para que las culpas no tengan frío, se consuela Rosalía, que acaba de matar a su marido con un abrecartas-


Otros 365 días de la vida del autor, sellan estos microrrelatos, estas historias mínimas. Por rara circunstancia, el autor las ha vivido una a una. Y nadie podrá entender jamás cuánto le han dolido los dolores de sus protagonistas y cuánta paz (o alegría o asombro) le han merecido sus chanzas, sus equívocos. El autor sabe de sobra que todo es ficción, pero aún así lo asisten las dudas y los resabios. ¿Qué decir si se encuentra a la vuelta de una esquina con alguno de ellos? ¿Cómo consolar a algún desgraciado y qué argumentos esgrimir respecto a por qué les escribió tal destino, si se lo reclaman?
El autor es consciente de su compromiso. O de su responsabilidad, como usted sugiera. Pero aún así se resiste. Uno a uno les ha dado vida. Buriló sus azares como mejor se lo dictó su imaginación. Si se equivocó o fue duro con alguno de ellos, no es culpable. Sólo lo ha asistido siempre la necesidad de compartirlos, de hacerlos entrar al mundo de los otros.

Acerca del autor

Acerca del autor

Biobibliografía

Poeta, ensayista, crítico de arte, Jorge M. Taverna Irigoyen nació en Santa Fe. Ha publicado una decena de libros de poesía, crítica e historia del arte, mereciendo numerosos premios por su labor. Publicó sus narraciones breves bajo el título Historias verosímiles en la revista Letras de Buenos Aires y en el suplemento cultural de El Litoral de Santa Fe. Fue Director Provincial de Cultura, director y fundador del Centro Trandisciplinario de Investigaciones de Estética de Santa Fe y presidente de la Asociación Santafesina de Escritores. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y Presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes.

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