Emily Dickinson tiene obsesión por los bulbos de flores. Narcisos, jacintos, dalias. Que le viene de su obsesión por los jardines. Que a su vez le viene por su obsesivo goce de tocar esos bulbos, antes de sumergirlos en la tierra. (Mañana dirán que era una obsesión erótica, sensual, lasciva. Emily Dickinson resistirá, porque algo de ello es verdad. Pero hoy, cien años después, no importa. Que la sigan leyendo. Porque ella está afuera, entre los helechos, plantando sus pequeños bulbos de fresias).
Sólo hortensias. Blancas, rosadas, tibiamente azules. Son las mismas que replantó la abuela, que se casó. Y la madre, que también se casó. Y que ahora replanta ella en su jardín sin rosas. Al lado del banco en el que espera que, algún día, llegue un hombre que la mire a los ojos. Y le pida quedarse.
No puede ser una alucinación. Hoy, al levantarme, nuestro hermoso jardín es un páramo.
Los lilium y las tulipas, las vellotas y los iris han desaparecido. El rincón de narcisos rubios es sólo un hueco. ¡Y la acacia armata resulta ahora una invención de mis sentidos! ¿Qué ha sucedido? ¿Volaron hacia dónde mis desvelos de años, mis riegos pacientes? Dicen algunos que las plantas son ingratas. Nunca lo he creído. (Hoy lo dudo).
Cuando él le regaló la planta de camelias blancas, no pensó que ése sería el salvaconducto. Al dejarse de ver para siempre, vinieron otros hombres. A cada uno le pidió el arbusto de flores albas. Hoy está rodeada de flores. Ninguno toleró los celos.
La capa sedosa de los bulbos pasa por las manos rústicas de don Florio. Las bromiliáceas, desde la copa de los árboles, miran su sombrero. Un gran jazmín de Madagascar lo saluda con su aroma penetrante. La tierra removida, las lombrices, se agitan ante su pala. Don Florio, cada vez que entra al jardín, siente como que resuena un himno en sus oídos. Y se le humedecen los ojos.
Entra al jardín de las delicias. No lo ha pintado Hyeronimus Bosch, sino su propia mano. A pura aguja. A pura sangre. Jardín de petit-point donde está prohibido cortar las
flores.
Kuni Ishikawa tiene un pequeño jardín de arena. Al final de cada semana, abre los diez dedos como un rastrillo y redibuja ondas que vienen desde dónde. Kuni Ishikawa piensa que su jardín es uno de los más bellos del caserío. No da flores. No exige riegos. Pero al fin de cada semana, lo acaricia y redibuja después de hacer el amor.
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Acerca del autor
Biobibliografía
Poeta, ensayista, crítico de arte, Jorge M. Taverna Irigoyen nació en Santa Fe. Ha publicado una decena de libros de poesía, crítica e historia del arte, mereciendo numerosos premios por su labor. Publicó sus narraciones breves bajo el título Historias verosímiles en la revista Letras de Buenos Aires y en el suplemento cultural de El Litoral de Santa Fe. Fue Director Provincial de Cultura, director y fundador del Centro Trandisciplinario de Investigaciones de Estética de Santa Fe y presidente de la Asociación Santafesina de Escritores. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y Presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes.
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