Cuando cierra la panadería, Eleuterio Potolicchio comprende que también cierra un capítulo de su vida. El principal, sin duda. No por amasar pan todos los días, hornearlo y colocarlo para la venta en las grandes canastas. No por regalar a los pobres lo no vendido. No por madrugar cuando los otros duermen. Cierra un capítulo de su vida porque no sabe hacer otra cosa. Simplemente. Y porque, al negarse a venderla, él mismo ha crucificado su pensamiento cristiano de la multiplicación de los panes.
Nunca hubo un entierro igual al del panadero Potolicchio. Fue todo el pueblo. Y no faltó nadie porque nadie soportó el dolor que tuvo él cuando cerró la panadería. No se enclaustró. Salió a llorar por las calles, a llorar en la plaza, a llorar en la iglesia. Fue un crepúsculo doloroso que todos comprendieron. Un crepúsculo con culpas y con fantasmas: ese niño, el nieto, quemándose en las llamas del horno…
Tiziano está viejo y solo, en medio de telas y trapos sucios de pintura. Solo y viejo, con Anna, la sierva. Y con su memoria vagando por Baco y Ariadna, por Giovanni Bellini, el maestro que lo continúa retando, por Santo Domingo, Santa Catalina y San Jerónimo que lo miran sin ojos, por la bacanal de la diosa de los amores.. Tiziano pregunta por qué todo pasó tan rápido. Y por qué, a sus casi cien años, lo siguen persiguiendo Felipe II y Carlos V porque sus retratos no les gustaron nada…
Hacia el crepúsculo, cierra puertas y ventanas. Corre cortinas. Enmudece espejos. Y toma una a una todas las hostias sin consagrar.
En el crepúsculo, las nostalgias. Aparecen lánguidas e inefables y se le enroscan en el cuello. Como una bufanda. No lo angustian. Le dan una sensación indescifrable de bien perdido. Por la mañana, todo vuelve a ser igual.
Jorge Manrique, comendador de Montizón, escribe coplas. Estuvo en las revueltas que escandalizaron a Castilla, durante el reinado de Enrique IV. Y dedica a su esposa, doña Guiiomar de Meneses, canciones y decires a la manera provenzal. En el crepúsculo de su vida, cuando toda la calle entona sus coplas, muere por defender a Isabel I. La única, la única que le prometió publicar algunos de sus versos de trovador frustrado…
Hay un suave olor a violetas que sale de la capilla. Se acerca y ve que descienden de la escalinata unas sombras descalzas. Pasan a su lado y lo rozan. El olor desaparece .Los tubos del órgano se ponen en sonido. Por supuesto, el sol cae.
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Acerca del autor

Biobibliografía
Poeta, ensayista, crítico de arte, Jorge M. Taverna Irigoyen nació en Santa Fe. Ha publicado una decena de libros de poesía, crítica e historia del arte, mereciendo numerosos premios por su labor. Publicó sus narraciones breves bajo el título Historias verosímiles en la revista Letras de Buenos Aires y en el suplemento cultural de El Litoral de Santa Fe. Fue Director Provincial de Cultura, director y fundador del Centro Trandisciplinario de Investigaciones de Estética de Santa Fe y presidente de la Asociación Santafesina de Escritores. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte y Presidente de la Academia Nacional de Bellas Artes.
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